Empecé a cocinar cuando tenía aproximadamente 20 años. Antes de esa edad, he de confesar que no sabía casi nada. Un episodio bastante humorístico de una cena de pescado crudo recalentado al microondas me hizo darme cuenta de las consecuencias de mi ignorancia y de la necesidad de ponerle remedio. Me compré una libreta de las de colegio, tamaño media cuartilla, con cuadros, y empecé a recopilar recetas. Me colaba indagando en la cocina de mi madre, de mi tía, de mi abuela y de los mejores amigos cocinillas. Les preguntaba cómo hacían esto y aquello. Al cabo de los años, aquella libreta llena de grasa y garabatos se convirtió en un tesoro también para mis amigos en la ciudad donde ya vivíamos todos independizados.
Ir al mercado a comprar era parte del ritual: decidir qué cocinar según lo que veías en las vitrinas, hablar con los dependientes en los puestos, contrastar formas de elaborar los alimentos y añadir condimentos. Era un proceso muy enriquecedor que ayudaba a ganar perspectiva y a ponderar entre lo que tú creías y lo que pensaban los otros.
Años más tarde dejé de cocinar. Los niños, el trabajo, el frenesí del día a día hizo que mi marido y yo dividiéramos tareas y en mi lado no cayó la cocina. Tampoco ir a comprar que por cierto, ahora hacemos online. Es más práctico, más rápido y ahorra tiempo.
Contaba en “Ahora o Nunca: las 5 claves para triunfar en tu carrera profesional” lo importante que son los mercados para socializar. Las personas necesitamos tener un espacio de intercambio, de fomento de las relaciones humanas. El networking, que a veces se relaciona con la búsqueda interesada de contactos, es en realidad una fuente de confianza y bienestar individual. En el capítulo dedicado al freno de la desconexión comenzaba con la historia de un arquitecto sirio que había demostrado en su tesis doctoral la función esencial de los mercados en los campos de refugiados. El efecto positivo y sanador de ese punto de encuentro para personas que lo habían perdido todo y que vivían sometidas a un altísimo estrés.
De los campos de refugiados sirios hago un cambio drástico de escenario y pienso en los suburbios de Estados Unidos. Casas con un césped perfecto, carreteras anchas y casas adosadas. Una vida que tiende a ser solitaria cuyo espacio para socializar es el centro comercial. Os confieso que para mí, que todavía gozo del alegre caos de una plaza con su ruido llena de puestos, tanto vidrio y escalera mecánica se me ha antoja algo impersonal. Mejor eso que nada.
Sin embargo, se está observando un declive de estos moles como consencuencia del aumento de la compra online, y con ello su rol esencial como punto de encuentro. El ciudadano medio americano se queda en casa, detrás de una pantalla, aislado de los demás. Y si esas personas que viven en los suburbios, además de comprar en Amazon teletrabajan, dejan de relacionarse y ser sensibles a una sociedad llena de diversidad. Sólo ven su realidad, potenciada por las famosas “cámaras de eco”* en las que envuelven las redes sociales, que generan condiciones ideales para la polarización ideológica retroalimentada por el sesgo de confirmación**. Algo así: “si sólo me llega mi versión, henchida por contenido afín a mi pensamiento, creo que todo el mundo piensa igual que yo. Y al que piensa distinto, lo desprecio y considero fuera del grupo que considero normal”. Un caldo de cultivo ideal para el conflicto social, del que no podemos considerar único culpable a las redes sociales y a las pantallas, sino que está aumentado por el cambio de hábitos y la configuración del espacio donde viven todas estas personas.
El teletrabajo puede ser eficaz, efectivo y muy eficiente. Tanto como dejar de ir al supermercado. Pero uno deja de ver nuevos alimentos, de conversar, de intercambiar opiniones sobre recetas. Explicaciones aceleradas en Tik Tok o Instagram nos hacen creer que con eso mejoramos nuestras dotes culinarias, y puede ser cierto. Pero comer no es sólo un acto nutricional para la supervivencia. Es un acto social, un momento en el que la comunidad se une para el intercambio, la creación de lazos, aprender y enseñar. Como ir a la oficina, pasillear, charlar con los compañeros de otros departamentos. Nunca, nunca, nunca es una pérdida de tiempo. Porque trabajar no es rellenar una hoja de cálculo, ni hacer una presentación, ni generar informes en un sistema que por cierto, una inteligencia artificial hace mejor. Trabajar es resolver problemas que mejoran la vida de la sociedad en un sentido amplio. Tu identidad profesional se define por tu sentimiento de trascendencia y realización y te aseguro que, aunque tachar de la lista To Dos del día te hace sentir bien a corto plazo, si no hay intercambio social al final del día sentirás un vacío muy difícil de llenar.
Tanto si estás en una empresa como si eres un freelance, oblígate a relacionarte con tu red profesional como mínimo una vez a la semana. No te quedes en casa. No te aísles. Hazlo por ti y hazlo por los demás. Porque tú les necesitas a ellos y ellos a ti. La carrera profesional es un camino donde si vas solo puedes ir más rápido, pero en la que sin compañía no llegas a ningún lado.
Hace muy poco me di cuenta de que echaba de menos lo que significaba cocinar. Ir al mercado a explorar y lo he recuperado. Eso sí, además de la libreta ahora tengo un grupo de WhatsApp con mi madre, alguno de mis hijos y amigos comidillas. Vivir en ciudades distintas ya no es una traba para compartir y conversar. Es lo bueno de las redes sociales.
- La cámara de eco (en inglés echo Chamber), o cámara de resonancia mediática, es un fenómeno en medios de comunicación y redes sociales en el que los participantes tienden a encontrar ideas que amplifican y refuerzan sus propias creencias (Wikipedia)
- El sesgo de confirmación o sesgo confirmatorio es la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias o hipótesis, dando desproporcionadamente menos consideración a posibles alternativas (Wikipedia)
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